Tus labios se acercan a los míos, y antes de besarme ya anticipio el cosquilleo en mi lengua. Mi cuerpo te desea, y se abre a ti; se relaja para dejarse llevar. Entreabro los labios y te recibio, y si acaso opongo alguna resistencia, es sólo juguetona, traviesa, la niña que llevo dentro y que desea hacerse de rogar.
Siento cómo arde mi piel al contacto con la tuya, mientras con tu lengua te abres paso tímidamente para acariciar mi labio superior. Mis dientes toman la iniciativa y te muerdo suavemente el labio inferior. Es justo la provocación que necesitabas para apretar más tu boca contra la mía y agarrar con firmeza mi nuca. Siento cómo quieres invadirme y un escalofrío de placer me recorre la espalda y siento una contracción en mi vientre.
La humedad de nuestras bocas se traslada a mi entrepierna, y siento que ya no puedo más, que te necesito sobre y en mí. Nuestras cabezas se inclinan para acoplarse más si cabe, para acercarnos más y unirnos en ese beso que parece contener todo el deseo del mundo.
Nuestros cuerpos se aproximan, los corazones bombean con fuerza, y las manos se precipitan a la cintura, el pecho, los muslos, evitando ir demasiado deprisa hacia las zonas realmente interesantes de la anatomía. Son caricias tímidas, esas que algún día serán firmes y confiadas pero que, hoy por hoy, no son más que los primeros ensayos de la gran función final.