
Qué electrizante me parece tu piel, la comparo con aquel jersey de lana que atraía con electricidad estática mi pelo, pero que seguía poniéndome por cómo me mirabas cuando lo llevaba al despacho. Eres tan sexy que te besaría sin parar hasta que no me quedaran fuerzas ni para suspirar, ahí sentado, tratando de mantener la compostura y la distancia, quizá planteándote con desespero carnal las mismas escenas que yo me invento: de rodillas frente a ti, bajando suavemente la cremallera que encierra tu deseo, acariciándote lentamente por encima de la ropa, sin dejar de mirarte a los ojos, paseando mi lengua por mis labios para anticiparte mi siguiente movimiento,...
Sé que no me engaño, que tras tu fachada distante se esconde la morbosidad y el anhelo, el ardiente propósito de seducirme y sumergirme en un baño de lujuria incontenida; sé que no son divagaciones, que me observas cuando crees que no te veo, que te acercas un centímetro más de lo debido, que te apetece revolverte conmigo en un mar de sudores y escalofríos,...
No puedo ir más allá, te levantas y comentas que esperas una llamada. Es la señal de alarma, la pared que interpones cuando sientes que estas demasiado cerca de la línea que deseas cruzar. Y yo, de nuevo, claudico y salgo por la puerta con una sonrisa tímida y triste en los labios. Quizá la semana que viene, cuando venga a entregarte mi próximo informe, pueda diluir esa frontera.